Relato

Dispara. La pistola resbala entre tus sudorosas manos, sabes que tienes que hacerlo, conoces mil y una maneras de hacerlo. Te repites una y otra vez, dispara, dispara, dispara y a estas alturas todavía te preguntas si serás capaz. Lo has hecho cien mil veces, sabes cómo hay que hacerlo para no fallar. Dispara, dispara... tú cabeza da vueltas y notas que estás bañado en sudor. Entonces prestas atención al objeto que tienes entre las manos, es tan familiar y a la vez tan extraño que te sorprendes mirándolo fijamente, buscando detalles que hasta ahora te hayan pasado desapercibidos.


Notas que el silencio inunda la habitación. Nunca hasta este momento te había parecido tan grande y sobrecogedor. Notas que estás llorando, estas ante la encrucijada final. Sabes lo que tienes que hacer pero aún así te aterra. Nunca te gustó elegir entre lo que debías y lo que querías hacer. Ahora tampoco.


Coges entonces la pistola, compruebas que está cargada y que todo está en orden y tras darle muchas vueltas decides apretar el gatillo. Se acabó. No más dolor. Llega el vacío.

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-¿Dígame?

-Preguntamos por la señora Álvarez, ¿es usted la madre de Pedro García?

- Sí, soy yo.

- Señora, le llamamos de la comisaría de policía. Necesitamos que se pase usted por el anatómico forense a identificar un cuerpo que, posiblemente, sea el de su hijo.

-¿Cómo? ¿Mí hijo? ¿Qué le ha pasado a mi hijo?

-Señora, hemos encontrado un cadáver con la documentación de su hijo y necesitamos que alguien certifique su identidad. Está en la sala B de anatómico forense. Una vez allí le daremos más datos.

Entonces cuelgas el teléfono y respiras profundamente, no puede ser, te repites una y otra vez que no puede ser. Tal y como estás te diriges hacia el cuarto de Pedro, el cuarto del que salió el viernes diciéndote que se iba de fin de semana, el cuarto que decoraste cuando nació y que ha sido adaptado a las necesidades de un muchacho joven que adapta su habitación a sus propios gustos. Entras despacio, nunca entras en su cuarto porque él lo mantiene en perfectas condiciones y no quiere que tú te cargues de trabajo limpiándolo. Entras en el cuarto y una oleada de perfume, su perfume, llega a ti. Las lágrimas brotan en tus mejillas y sientes que te mareas. Con la vista nublada te acercas a la cama y te sientas en ella intentando recuperarte y, al mismo tiempo, acercarte a él. Sientes que no hay nada en el mundo capaz de mitigar tu dolor. Los padres sobreviven a los hijos, los padres sobreviven a los hijos te repites una y otra vez y cuanto más lo repites más lloras. Miras hacia la pared y los posters de Harry El Sucio se alternan con los de AC/DC y los trofeos de atletismo conseguidos cuando era adolescente. Cuando no puedes más te tumbas en la cama. No te has quitado el delantal y todavía aprietas el trapo de secarte las manos con el que has cogido el teléfono como si fuera una cuerda que te ayudase a salir del horror en el que estás inmersa. Mientras estás tumbada repasas tu vida, repasas su vida y el calor de la cama y la sensación de sentirte rodeada por Pedro te inducen a un dulce sueño. Piensas en sus amigos, su novia, su familia, tu familia, tu vida, su vida, la vida al fin y al cabo. Piensas tanto que estás cansada de pensar. Al final te quedas dormida. Se acabó. No más dolor. Cuando despierte el mundo se habrá acabado pero ahora no hay nada más que el cansancio que te ha abatido después de no sabes cuántas horas de lloros y lamentaciones.